12 mayo, 2025

La noche que busca festejar, unir y confirmar nuestros relatos


Comencemos con una pregunta simple: ¿para qué sirven los premios? El pasado domingo en Madrid, durante la entrega de los Platino –la doceava edición de este galardón que busca unir y celebrar a la industria de América Latina, Portugal y España–, la respuesta fue clara, urgente, elegante y poderosa: para, precisamente, dar un sentido de industria. Detrás y delante de la alfombra roja, con nombres como la celebrada Eva Longoria, Natalia Oreiro, Griselda Siciliani, Lux Pascal, Karla Sofía Gascón y así la lista, la sensación era una sola: el profesionalismo de los premios creados por Egeda, que cuentan con una apuesta fundamental de Madrid (su alcaldía y varias agencias vinculadas a la promoción cultural e industrial) y de México (recordemos que, en su joven vida, los premios cruzan el charco una vez por año), es el perfecto marco de contención para una idea. Sí, hay protocolos, pero también una política cultural que puede andar sobre alfombras rojas, y que la hace diferente de otros premios: se busca una unión, se busca crear una familia de producciones diversas como El jockey, la gran nominada argentina, o la serie Cien años de soledad (una de las grandes ganadoras de la noche), un universo donde entra Reas, de Lola Arias –una propuesta radicalmente distinta a la hora del documental– o Aún estoy aquí, la brasileña ganadora del Oscar que se alzó con el premio a Mejor Ficción Iberoamericana (con la ausencia de su director y de su actriz). En esa variedad, lo que hacen los Platino –y lo que hicieron el pasado domingo, con aciertos, tropiezos y lo que gusten ver– es generar un espíritu comunal, algo que potencian desde sus otras actividades: nadie piensa el cine de nuestra región como los Platino. Entonces, en esa aventura se entiende que no hay solo un gesto. Vuelvo: hay un intento de algo que ni los diferentes institutos de cine han logrado; una épica inversión que entiende al cine como industria, como espacio comunal, como mercado que debemos cuidar puertas adentro, desafiando sistemas de distribución, modelos de exhibición y formas de comunicar. Desde el más obvio de los lujos –un premio con alfombra roja, celebridades y actividad incluso de beneficencia alrededor de esos días–, la misión es más urgente que un lujo. En este caso, el lujo no es vulgaridad: es una declaración de principios con una misión necesaria, fundamental, en tiempos de institutos de cine congelados, audiencias en baja: conocer otros nombres, celebrarlos. Seguro, que una celebridad española o mexicana no logre aunar a diferentes públicos en Brasil, Chile o Argentina –por ejemplo, la mexicana Aislín Derbez y el español Asier Etxeandía conducían la ceremonia– no es un error. Son pasos, pequeños, gigantes, de inversiones considerables para lograr un mercado común, algo cuyo primer paso de siete leguas son los Platino. No hay que confundir profesionalismo con pomposidad: si bien toda la etiqueta del premio se vivió y se vio en pantalla, a diferencia de otros premios, aquí los cruces son propiciados (entrevistas con directores, productores, guionistas, films no estrenados en nuestro territorio y más). Volvemos: los Platino son tremendamente importantes, y mucho de ello no se ve en la ceremonia. Por eso, seguro: larga vida a los Platino.

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La fiesta. Los Platino tienen 12 años de historia. Han celebrado con Platinos a Ricardo Darín, a Javier Bardem, a Carmen Maura y a otros nombres. Hoy son uno de los pocos lugares donde hay una memoria colectiva de las películas y series que se estrenaron en los últimos años. ¿Un Platino local ayudaría? ¿Festivales de Cine y Series Platino que lleven a pantalla lo que después va a la alfombra? También. Pero pedir es fácil. Por ejemplo, ver la emoción genuina de Eva Longoria, la gran celebrada de la ceremonia, sea en una conferencia de prensa o en la misma gala (con su amiga Sofía Vergara presentando el premio), es algo diferente: Hollywood posee cientos de discursos, pero pocas acciones, muy pocas. Longoria, productora, directora, hito de la TV cuando la TV no generaba hitos al ritmo de hoy, decía y repitió en la ceremonia: “Para mí es un gran orgullo, como nacida en Texas, que se reconozca mi trabajo”. Sumaba algo emocionante: “Cuando empecé, era muy latina para roles americanos, y no hablaba español de una forma que me pudieran llamar para roles solo en español”. Poco importaba su spanglish; sí importaba su esfuerzo por hablar español, su emoción: eso solo puede suceder en un lugar donde la identidad latina, hispanohablante, tenga un peso. Los Platino, en sus categorías, buscan eso. Pasan por allí Ana María Orozco, famosa por Betty la fea, y celebra su obra de teatro en Argentina; pasa Mariela Garriga, hoy parte de Misión: Imposible, y canta canciones de Cris Morena; pasa Úrsula Corberó y confiesa que quiere seguir trabajando con Luis Ortega; pasa Natalia Oreiro y cuenta cómo veía comedia clásica en una tele verde y gris. Seguro, son momentos de color, pero son nuestros momentos de color: fuera de la urgencia de TikTok, la TV, el chiste rápido y viral (fundamentales, seguro), se respira en los Platino una identidad.En un Partido de las Estrellas –evento donde celebridades como Karla Sofía Gascón juegan contra Juampi Sorín– hay un idioma común. Seguro, hay frivolidad, pero incluso Karla puede ese día responder las insoportables preguntas sobre Hollywood y, en la alfombra roja, confesar que lloraba cada vez que avanzaba en su lectura de Las malas. Era un ser humano, no alguien que tenía que ser noticia. Los Platino también cuidan a su industria, en todos los sentidos. Otra vez, es difícil lograr que el público argentino se fascine con nombres que, aunque gigantes –como los Derbez–, pierden peso a la hora del rebote. Es un balance complejo, que puede ser definido, por ejemplo, en sus actos musicales: Prince Royce y Pablo Alborán tocaron en vivo, y la ausente fue María Becerra, por razones de público conocimiento. Los Platino merecen respeto, ideas, cariño, lograr que nuestra calidez –diferente en el escenario a la americana– juegue más. No es una crítica: los Platino pelean solos una batalla que parece fácil y es colosal. LA EMOCIÓN ARGENTINA. Adriana Barraza, leyenda de la actuación y adoradora de los relatos argentinos y latinos, busca a un periodista argentino. Lo abraza. Y habla libremente. Habla de Pompeyo Audivert, de cuántas veces vio Habitación Macbeth, habla de Daniel Fanego y de que hablará sobre el fallecido enorme actor argentino. Esos instantes, de alfombra roja, son pequeñas perlas de esa identidad que los Platino generan. Seguro, hay miradas para cuidar qué preguntas se hacen –lógico–, pero hay improvisación, hay libertad, hay ganas de hablar de admiraciones, de pasados comunes. No se siente la tensión de una alfombra roja de Hollywood o de una industria gigante. Sí el profesionalismo.Por eso, la ausencia de figuras ganadoras habla más de una mala lectura de los premios y su importancia que en contra de los mismos (claro, hay problemas personales, pero fue considerable la ausencia de Walter Salles, director de Aún estoy aquí: se sabe que la carrera al Oscar es agotadora, pero los Platino merecen todo lo que buscan generar). Nuestro pequeño, enorme momento fue la victoria, precisamente, de Daniel Fanego por El jockey, que recibió Manu Fanego, su hijo, haciendo una feliz broma pero recordando después que su padre hubiera aprovechado para decir “varias verdades incómodas”. Los argentinos, todos, hablaron preocupados por nuestro cine. Por suerte, rincones como los Platino cuidan a todos los cines de la forma que pueden. Por eso, larga vida a los Platino es gritar larga vida a finalmente crear una unidad en un medio siempre a forma del fenómeno y del knockout.

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