¿Cuáles son los límites del cuerpo humano? ¿Hasta dónde somos capaces de llevar el dolor y el sufrimiento de nuestros cuerpos? ¿Qué estaríamos dispuestos y dispuestas a soportar por nuestros seres queridos? ¿Es la solidaridad algo innato o se adquiere en ciertos momentos de nuestras vidas?
Estas preguntas, llenas de diversas respuestas, debates e interpretaciones, han sido realizadas en diferentes grupos, sociedades, culturas y civilizaciones por parte de personas eruditas y también por el común de los mortales. Ante situaciones trágicas, la gente se ha visto enfrentada a responder de alguna manera, con mayor o menor éxito.
La tragedia de los Andes
El 13 de octubre de 2023 se cumplirán 51 años de un acontecimiento que puso de relieve algunas de las cuestiones arriba planteadas.
Una imagen del día del rescate
El vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, alquilado por un equipo de rugby y sus familiares y amigos, debía de volar hasta Chile con el fin de disputar un partido amistoso. Nunca llegó a destino.
Tras sufrir un accidente en la Cordillera de los Andes, los restos del fuselaje quedaron depositados en un valle a 4000 metros de altitud, entre altas montañas de cumbres kilométricas, en mitad de nevadas como no sucedían hacía décadas y a temperaturas que rondaban los 40 grados bajo cero.
De 45 personas, sobrevivieron 16.
No existía en la zona ningún atisbo cercano de civilización, ni posibilidades de comunicación (radio rota, inexistencia de seguimientos satelitales, ni GPS, ni teléfonos), ni rastro de dónde obtener alimentos una vez las escasas provisiones (algunos chocolates, vino) se terminaron. La vida, literalmente, no se daba en esa zona denominada “Valle de las Lágrimas”.
De los 45 tripulantes del vuelo tan solo sobrevivieron 16. Algunos fallecieron en el accidente. Otros, debido a las heridas causadas. Algunos más en un alud que se produjo días después del primer impacto contra las montañas. Este acontecimiento fue conocido por parte de la prensa uruguaya e internacional como “Tragedia de los Andes” o “Milagro de los Andes”. La parte trágica es lo que acabamos de leer. La milagrosa viene después.
El milagro
El grupo que consiguió resistir –en su mayoría chicos jóvenes, en buen estado de forma física, provenientes de la clase media-alta uruguaya y pertenecientes a un colegio religioso– estuvo 72 días sobreviviendo entre condiciones adversas.
Tras escuchar por un transistor que la búsqueda se daba por concluida, dándolos por muertos tanto las autoridades uruguayas como chilenas, uno de los supervivientes se dirigió al resto y expuso que eso se trataba de una buena noticia. Ante la perplejidad de los compañeros, argumentó que iban a salir de allí por sus propios medios. Así fue.
Y es en ese momento donde cabe hablar de aspectos como la resistencia, la creatividad, la solidaridad, la fraternidad, la empatía, la artesanía e, incluso, la utopía como formas propiamente humanas de existir y que nos hacen tan extraordinarios como especie.
Elaborar ropajes de abrigo con lo que quedaba de las fundas de los asientos, compartir lo poco que había o eliminar cualquier rastro de egoísmo, conflicto, individualismo o privacidad fueron necesarios para subsistir en condiciones muy precarias de frío, hambre, sueño, debilidad, mareos, dolores y miedos constantes.
E incluso llegar a la determinación –lo cual fue fruto de múltiples debates posteriores por parte del resto de la sociedad, que incluso los tachó de caníbales– de tener que comer la carne de los amigos muertos con el fin de sobrevivir. Hasta el punto de raspar sus huesos para obtener el necesario calcio.
“La sociedad de la nieve” fue el nombre que los propios supervivientes dieron a esa forma de convivencia que nació entre ellos. Y es que fue necesaria toda una nueva forma de imaginarse como sociedad, dado que las reglas del mundo anterior al accidente se habían desvanecido de repente. Al fin y al cabo, como decía Spinoza, “nadie sabe lo que puede un cuerpo”, siendo lo más plenamente humano el traspasar los límites.
Dos de los supervivientes caminaron durante 10 días entre montañas, sin equipos de escalada ni nada que se le pareciese, para atravesar unos 60 kilómetros, llegando por fin a los valles de Chile, donde un arriero los divisó al otro lado de un río y pudo así comenzar el rescate.
Al acompañar a los helicópteros que llevaron a esos dos amigos a reunirse con el resto, los pilotos comentaban que era imposible realizar la ruta a pie, así como sobrevivir entre nieves eternas tantos días sin alimentos ni abrigo.
Las capacidades físicas y la espiritualidad que profesaban son algunas de las causas que se dieron para llegar a una explicación de por qué habían sobrevivido. Hay muchas otras, seguramente, y que tienen que ver con esa capacidad humana de ir hacia delante, de extender los límites, de ser un animal que puede prometer y mira al futuro, de afirmar que es el cuidado (en el triple sentido de Heidegger: cuidado, cura, preocuparse por el otro) lo que nos hace plenamente humanos, de aseverar que un grupo, por serlo, tiene un objetivo común.
De Lo imposible a La sociedad de la nieve
La sociedad de la nieve es también el título de un libro que cuenta con sus testimonios y que acaba de ser adaptado a la gran pantalla en una película dirigida por Juan Antonio Bayona (El orfanato, Lo imposible, Un monstruo viene a verme).
Lo sucedido hace medio siglo nos sirve para recordar que “imposible” no es más que una palabra que alguna vez alguien terminará por eliminar de nuestro vocabulario.
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